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miércoles, 15 de abril de 2015

"Pataliebre"


Como bien nos recuerdan esos antropólogos de La Mancha Este que parieron “La Hora Chanante”, el término “pataliebre” aparte de ser la esencia de un cordial saludo lugareño (¿Qué hay, pataliebre?) define por igual a aquel ciudadano o ciudadana de pierna inquieta. Sean andarines o corredores, son los que se adelantan a sus hijos o parejas cuando andan por la calle. Aquellos que arrastran incluso al perro porque va más lento. Los que no relajan su marcha ni en vacaciones. Los que levantan baldosas a su paso, ágil y veloz, sin titubear. Aquellos a quienes sus amigos o cuñados abroncan, desde el ahogo, por andar deprisa en el agradable y matinal paseo de los domingos. Los genuinos pataliebres no son de freno fácil. Si van al pueblo les dicen de Madrid por lo rápido que andan. Y en la ciudad se desquitan, serpenteando la Gran Vía en un santiamén.
En el trabajo son nerviosos pero alegres. Se justifican con fobia al ascensor y a los sitios cerrados para que les dejen subir y bajar las escaleras a su gusto, que suele ser como mínimo de dos en dos peldaños. Y nadie puede seguirles cuando hay que subir a un sexto. Por lo que nunca nadie les ha podido sentir tan de cerca como para certificar los múltiples rumores de locura vigoréxica que, sobre ellos, circulan por toda la oficina.
Volverían a su casa andando, tras la jornada laboral, si el sudor no carcomiera sus caros trajes de marca. Pero como compensan su sentimiento de culpabilidad haciendo de cualquier momento diario un pequeño entrenamiento, ya en el metro, rechazan las escaleras metálicas para subir andando con aire aristocrático las dobles y triples rampas de algunas estaciones, sabiéndose observados con supuesta envidia por los muchos espectadores que les contemplan a diario. Más que chulería es la cruda realidad, piensan ellos.
No quieren perder ni a las chapas y su nariz debe ir siempre por delante de la de los demás cuando hay que salir a correr. La máxima regla ciclista de que “ir a rueda por momentos alivia el sufrimiento y corta el viento” no se escribió para ellos, capitanes del grupo y amantes de dar la cara a poco que el nivel del terreno se endurezca. Ya sea bajando o subiendo, siempre encontrarán motivos para un inesperado cambio de ritmo que rompa la concordia.
Algunos compañeros de entrenamiento sufren al pataliebre en cada rodaje, pues todo puede volverse competición sin dorsales en cuanto se descuidan. Dejan que se aleje unos metros, que resultan multiplicarse por hectómetros al poco rato, y si lo avistan más tarde, bufando entre los pinos, lo huyen como al diablo pues su ritmo es infernal.
Los pataliebres son generosos en el esfuerzo y mantienen la cadencia de su zancada, que sólo cambiarán a mejor si avistan a alguna víctima propiciatoria que corra flojo o a otro como ellos que haya caído en la pájara.
Adelantan a cansados ciclistas en los toboganes de la tapia del bosque alto, y aún les queda fuerza para repartir inoportunas palabras de ánimo, dejando al superado en plena rampa con cara de tontaco. Quizá el pataliebre se merezca un escarmiento.

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